Desde lo alto de la torre Eiffel, a impresionantes 300 metros, París se ve armónica y placentera, de una simetría que avasalla los sentidos. El Sena discurre color acero y el domo del Hotel de los Inválidos (Les Invalides) rompe el gris plomo del cielo. Del otro lado del río el Gran Palacio nos reclama la vista con sus techos acristalados y cuando dos nubes molestas se apartan, las cúpulas redondeadas y blancas de la basílica del Sagrado Corazón, Sacre Coeur para todo el mundo, se pueden ver a lo lejos en la cima de Montmartre.
Mucho más cerca la avenida Champs Elysees arbolada y vanidosa se conecta en un extremo con la plaza de la Concordia y por el otro con el Arco del Triunfo. El diseño de ésta París se lo debemos al barón Haussmann, quien durante el reinado de Napoleón III (controvertido sobrino del Napoleón más famoso) estuvo a cargo de las obras en la ciudad. No tenía una tarea fácil. Para mediados de 1852 París mantenía su trazado medieval, con barrios superpoblados, calles angostas y sucias, peligros de desmoronamientos a cada paso, crímenes y atascamientos en el tráfico de carruajes (para los automóviles faltaban unos años todavía). La empresa era colosal y sumamente costosa, pero además preveía la movilización de miles de personas, lo que generó una enorme discusión en la época. Para llevar adelante sus planes urbanísticos el barón utilizó la expropiación forzada de propiedades, para luego derrumbarlas y fuentes históricas aseguran que fueron no menos de veinte mil.
E ntonces fue que se construyeron grandes avenidas, parques, jardines, rotondas y boulevares que rejuvenecieron a la ciudad y le otorgaron su romántica belleza. La isla de la Cité, por ejemplo, en donde está la catedral de Notre Dame también recibió los embates urbanísticos de Haussmann y en toda la ciudad fueron muy rigurosas las ordenanzas con respecto a la altura de los edificios, el largo de sus fachadas y hasta el tamaño de avenidas y boulevares. Las obras no fueron solo de embellecimiento, sino también se construyeron nuevos sistemas de aguas, de desagües y alcantarillas que mejoraron la salubridad y los aromas pestilentes fueron desapareciendo.
L o que no previeron demasiado ni Haussmann ni el emperador, fue a dónde se irían a vivir esas miles de personas que perdían sus hogares con las expropiaciones. No sin resistencia y en muy malas condiciones se fueron ubicando en las zonas periféricas, en barrios alejados del centro de la ciudad. Muchos críticos han asegurado que las obras no solo perseguían la belleza y el beneficio de los pobladores de París, sino también un fin político. El plan era terminar, o por lo menos dificultar, con las protestas sociales que eran periódicas y turbulentas. Napoleón III conocía perfectamente que si caía París caería la corona. Y razones no le faltaban, estaban muy frescos los sucesos de la revolución francesa de 1789, el levantamiento contra la monarquía de 1832 (inmortalizado años después en la obra “Los Miserables” de Víctor Hugo) y la revolución de 1848 entre otras. Las anchas avenidas, pensaban, dificultarían mucho la formación de barricadas y por otro lado mejorarían sustancialmente el traslado de tropas.
E n 1871 tras la rendición de Francia ante las tropas prusianas comandadas por Von Bismarck, el pueblo de París volvió a levantarse en armas para defender a su ciudad del avance alemán y para repudiar a Napoleón III que no solo perdió la guerra sino que con su despótico gobierno desvió los destinos de la república. Al barón Haussmann no le fue mejor, tiempo antes había sido despedido acusado entre otras cuestiones por sus gastos desmedidos.
Mas allá de eso, es difícil no sentir cierto agradecimiento por uno de los hombres que contribuyó para crear esta París mágica. Una ciudad de espíritu independiente, rebelde, de artistas y bohemios, de escritores y pensadores, sensual y romántica a la vez. Una ciudad que ama el buen vino, los más sofisticados quesos, el pan tibio y que cruje cuando lo cortas; los creppes con Nutella y la vida alrededor del Sena mientras flota en el aire la melodía que brota de un saxo o de un bandoneón.
Música en el Puente de las Artes, Paris
Perdidos en la vista que nos devuelve París ya nos olvidamos de los cuarenta minutos de fila bajo la llovizna fresca, de la multitud apretujada en el ascensor y de la espera en el primer nivel para luego pasar al siguiente de esta impresionante torre Eiffel. Este monumento no es solo el pasaporte para admirar a París desde las alturas, sino también es un destino en sí mismo, una especie de faro que deslumbra a toda hora. Han sido muchas las noches de París que nos hemos acercado lentamente por el campo de Marte tan solo para admirarla toda iluminada, tan solo cinco minutos por hora, hasta la madrugada.
Hace más de ciento veinte años que se yergue aquí mismo y no siempre la torre Eiffel tuvo tanto consenso en cuanto a su belleza. De hecho fue uno de los monumentos más criticados de la historia francesa. Se terminó de construir en 1889 para la Exposición Universal que se iba a realizar en París, un evento muy importante a nivel mundial que atraería a millones de visitantes y que además servía de perfecta excusa para conmemorar los cien años de la revolución francesa. Gustave Eiffel fue el ingeniero que llevó a cabo la obra, e inmortalizó su nombre, la cual resultó ganadora entre 107 propuestas. La fama que la torre ganó en los días de la Exposición se fue apagando con el tiempo para angustia de Eiffel que veía como bajaba la venta de entradas y crecían las quejas por esa “torre de hierro” que afeaba a la bella París.
El siglo veinte avanzó inexorable y la torre estuvo muchas veces a punto de ser destruida, fue utilizada como antena de radio y televisión y hasta Hitler posó frente a ella cuando Alemania invadió Francia en la Segunda Guerra Mundial. A partir de los años sesenta, el mundo comenzó a verla de otra manera, París comenzó a encariñarse y toda Francia la adoptó como su símbolo. Tanto es así que desde hace unos años es el monumento pago más visitado del mundo.
Ya en tierra firme, caminamos hacia el Sena en busca de un Café que nos cobije, nos de algo caliente y unos cuantos pain au chocolat (riquísimos panes con chocolate). La noche va llegando y nos mata la impaciencia por volver a ver brillar a la torre Eiffel.